El
primer hombre Albert Camus
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Después venía la clase. Con el señor Bernard era siempre
interesante por la sencilla razón de que él amaba apasionadamente su trabajo.
Fuera el sol podía aullar en las paredes leonadas mientras el calor crepitaba
incluso dentro de la sala, a pesar de que estaba sumida en la sombra de unos
estores de gruesas rayas amarillas y blancas. También podía caer la lluvia,
como suele ocurrir en Argelia, en cataratas interminables, convirtiendo la
calle en un pozo sombrío y húmedo: la clase apenas se distraía. Sólo las
moscas, cuando había tormenta, perturbaban a veces la atención de los niños.
Capturadas, aterrizaban en los tinteros, donde empezaban a morirse
horriblemente, ahogadas en el fango violeta que llenaba los pequeños
recipientes de porcelana de tronco cónico encajados en los agujeros del
pupitre. Pero el método del señor Bernard, que consistía en no aflojar en
materia de conducta y por el contrario en dar a su enseñanza un tono viviente y
divertido, triunfaba incluso sobre las moscas. Siempre sabía sacar del armario,
en el momento oportuno, los tesoros de la colección de minerales, el herbario,
las mariposas y los insectos disecados, los mapas o... que despertaban el
interés languideciente de sus alumnos. Era el único de la escuela que había
conseguido una linterna mágica y dos veces por mes hacía proyecciones sobre
temas de historia natural o de geografía. En aritmética había instituido un
concurso de cálculo mental que obligaba al alumno a ejercitar su rapidez
intelectual. Lanzaba a la clase, donde todos debían estar de brazos cruzados,
los términos de una división, una multiplicación o, a veces, una suma un poco
complicada. «¿Cuánto suman 1.267 + 691?» El primero que acertaba con el
resultado justo ganaba un punto que se acreditaba en la clasificación mensual.
Para lo demás utilizaba los manuales con competencia y precisión... Los
manuales eran siempre los que se empleaban en la metrópoli. Y aquellos niños
que sólo conocían el siroco, el polvo, los chaparrones prodigiosos y breves, la
arena de las playas y el mar llameante bajo el sol, leían aplicadamente,
marcando los puntos y las comas, unos relatos para ellos, míticos en que unos niños con gorro y bufanda
de lana, calzados con zuecos, volvían a casa con un frío glacial arrastrando
haces de leña por caminos cubiertos de nieve, hasta que divisaban el tejado
nevado de la casa y el humo de la chimenea les hacía saber que la sopa de
guisantes se cocía en el fuego. Para Jacques esos relatos eran la encarnación
del exotismo. Soñaba con ellos, llenaba sus ejercicios de redacción con las
descripciones de un mundo que no había visto nunca, e interrogaba
incesantemente a su abuela sobre una nevada que había caído durante una hora,
veinte años atrás, en la región de Argel. Para él esos relatos formaban parte
de la poderosa poesía de la escuela, alimentada también por el olor del barniz
de las reglas y los lapiceros, por el sabor delicioso de la correa de su
cartera que mordisqueaba interminablemente, aplicándose con ahínco a sus
deberes, por el olor amargo y áspero de la tinta violeta, sobre todo cuando le
tocaba el turno de llenar los tinteros con una enorme botella oscura en cuyo
tapón se hundía un tubo acodado de vidrio y Jacques husmeaba con felicidad el
orificio del tubo, por el suave contacto de las páginas lisas y lustrosas de
ciertos libros que despedían también un buen olor de imprenta y cola, y
finalmente, los días de lluvia, por ese olor de lana mojada que despedían los
chaquetones en el fondo de la sala y que era como la prefiguración de ese
universo edénico donde los niños con zuecos y gorro de lana corrían por la
nieve hacia la casa caldeada.
Sólo la escuela proporcionaba esas
alegrías a Jacques y a Pierre. E indudablemente lo que con tanta pasión amaban
en ella era lo que no encontraban en casa, donde la pobreza y la ignorancia
volvían la vida más dura, más desolada, como encerrada en sí misma; la miseria
es una fortaleza sin puente levadizo.
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